En este paradójico sexenio de cuatro años y medio, se
empieza a acumular una obra material que aparece en todos los medios y casi
todos los días se boletinan, desde el gobierno, las realizaciones que resaltan
en forma de cemento, varilla, concreto; frías paredes, relumbrosos cristales;
acabados modernos, arquitectura vanguardista; pavimentos por aquí y por allá.
Son las realizaciones que se ven, que van a formar parte del paisaje, que
estarán a la vista de los transeúntes y de los ciudadanos que entienden que ahí
están sus impuestos, en las toneladas de cemento, en la maquinaria pesada, en
los agujeros en el suelo, en los montones de escombros, en las desviaciones que
luego abrirán paso a la obra reluciente.
Luego vienen los cortes de listón; la develación de la placa
que eterniza a los próceres para dar
paso al discurso: el del “sueño largamente anhelado”, “la promesa de campaña”,
vienen después los abrazos, la satisfacción del gobernante que iluminará
mañana, la portada de los diarios y suministrará ingredientes para llenar espacios en la radio y la TV. Y está muy
bien, que bueno que se realicen obras perentorias, necesarias, que vienen a
llenar los profundos vacíos respecto de la obra material del Estado. El
problema viene cuando esa mole de concreto, bloques y varillas debe cumplir los
objetivos para los que fue edificada; cuando hay que agregarle el corazón, el
cerebro que lo hace funcionar, es decir, el recurso humano, entonces, es cuando
viene el regateo y se contrata, se adquiere el personal.
Los requisitos para la adquisición de los recursos humanos
parecen ser los siguientes: 1. Salario mínimo; 2. Sin derecho a agremiarse, se
le asigna categoría de “de confianza”, por ejemplo; 3. Sin prestaciones, ni
siquiera se le afilia al ISSSTE, es decir, sin derecho a seguridad social y 4.
No hacer antigüedad, no generar derechos, por lo tanto se hacen una serie de
maniobras como contratos cada cinco meses, es decir, se burla, se salta la
legislación del trabajo.
Es obvio que todo esto es posible porque se aprovecha el
gobierno de la carencia de trabajo en jóvenes recién salidos de las
universidades, de la necesidad de trabajar, de ganar el dinero de manera digna.
Hay que trabajar como sea. No queda de otra. Es increíble que el propio gobierno
tome ventajas de estos ingentes apremios. Quien debería proteger a sus
ciudadanos, regatean al trabajador el derecho a tener un nivel de vida digno a
la altura de las exigencias de la época.
Es tan claro ese divorcio entre la importancia que dan estos
gobiernos gerenciales a la obra física y la escasa importancia de la persona
humana; entre la categoría máxima que tiene –aparentemente- para el gobierno la
fachada, la apariencia, que la calidad de vida de sus trabajadores. Gerentes
educados para exprimir al trabajador, gerentes educados para trabajar en grandes empresas que persiguen la plusvalía
del trabajo, esa fuente de ganancias
hecha de músculo y carne; motores de sangre que el gobierno explota como
empresario representante del capitalismo
más salvaje.
Quién lo diría, el sexenio de los valores sudcalifornianos
que bien podrían –sus representantes- salir de la burbuja del poder para echar
un vistazo a las condiciones de trabajo de sus empleados, privilegia la
apariencia como valor supremo, la obra material sobre las necesidades básicas
del trabajador; los kilómetros de pavimento sobre la seguridad social; las
calles de concreto sobre los derechos básicos del trabajador; los edificios olorosos a nuevo que el
bienestar de la familia y la satisfacción de las necesidades fundamentales. El
valor de la preparación académica para obtener mejores condiciones de vida no
parece figurar en el catálogo de valores sudcalifornianos. Aquerenciados en el
cemento y la varilla, en la administración con ganancias, se les ha olvidado la
persona
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