Mostrando entradas con la etiqueta San Ignacio. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta San Ignacio. Mostrar todas las entradas

jueves, 19 de febrero de 2009

EL BEISBOL, LA RADIO

Otra de las delicias de la radio de mi infancia era el beisbol de la Liga Mexicana. A las 19.30 –“la hora mágica del beisbol”- sintonizábamos la radio pero a medida que avanzaba la noche, la radio perdía claridad y entraban los gringos. Lo peor era cuando la radio fallaba en situación crítica, por ejemplo: “con hombre en primera, hombre en tercera, dos outs, con cuenta llena, empatados en la novena entrada…..” luego entraba el ruido que crecía en intensidad y la voz del mago Septién se perdía mientras cada vez más clara llegaba la voz de un locutor gringo. Ya sabíamos que no había nada que hacer pero movíamos la antena para todos lados desesperados, la espera a que regresara “la onda” era un suplicio. Si bien nos iba, al menos nos enterábamos del final del juego.
Nuestros preferidos eran los Tigres –los fabulosos Tigres capitalinos- en buena parte porque ahí jugaban peloteros oriundos de Santa Rosalía, entre ellos Arturo Cacheaux a quien debo el nombre de Arturo. Cacheaux era un tremendo pitcher que rompía la liga local cuando yo nací. Una tía a quien le gustaba el lanzador, pujó fuertemente para que me colocaran ese nombre en la pila bautismal. Además jugaban Vicente Romo, Obed Plasencia –empezaba su carrera- y el zurdo Robles que se había casado con una cachanía. Éramos tigristas y escuchábamos embelesados los gritos destemplados de El Mago Septién exagerando las atrapadas del Pulpo Remes, las increíbles fildeadas de Manuel El Estrellita Ponce, los dobleplay fulgurantes del infield del millón de pesos, el bateo oportuno de Ricardo Garza, los tapones de El Bombero Enrique Castillo, las estrategias de ejedrecista de El Chito García o los juegos de 15 pochados de El grandote Peña y de El Huevo Romo. Desde luego Cacheaux era mi ídolo.


El Tigres del 65 campeonaron y aplastaron a Los Diablos, los acérrimos rivales. Emocionados por la excelente temporada, un grupo de niños enviamos cartas a las oficinas de El Tigres y nos respondieron con una gran fotografía de todo el equipo campeón, firmada por cada uno de ellos, además de un banderín; tesoros infantiles que guardé con celo y que por ahí deben andar perdidos en algún baúl.
Cuando tuve la oportunidad de ir a la ciudad de México a estudiar a la UNAM, después de ir a la Ciudad Universitaria, el siguiente sitio que visité fue el estadio del Seguro Social, el escenario de tantos juegos escuchados, tantas veces imaginado y soñado. Difícil explicar la sensación de estar en ese estadio, sobre todo para un sudcaliforniano que jamás había visto un campo de pelota con césped, mucho menos de noche. Hasta entonces comprendí porqué se le llama “el diamante”; la brillantez del alumbrado, la perfecta sincronía del campo, las líneas de cal pulcras , exactas y el graderío rojo -de los Diablos- de un lado y azul del otro; era algo alucinante, una de las experiencias mas bellas; una especie de deja vu anunciado, buscado, imaginado que alcanzó el clímax cuando vi a El Mago Septién entrar a la cabina de trasmisión junto con Enrique Kerlegand, el anotador oficial y un Toño de Valdéz casi adolescente que hacía sus pininos.

Por fortuna, una vez establecido en la ciudad, me tocó vivir bastante cerca del estadio y fueron muchas tardes que de regreso de la escuela, llegué al estadio, con mochila y todo, muy temprano a esperar sentado en sol general -3 pesos- a que iniciara el juego, a “la hora mágica del beisbol”. Mientras hacía tareas, pasaba apuntes o me echaba un sueñito reparador, los jugadores calentaban, platicaban entre ellos, los trabajadores del estadio arreglaban el campo, los umpires hacían calistenia y esperaba el play ball que tantas veces escuché en la radio.
Entrados los setentas, fue una mala época para los Tigres. La academia de beisbol de Pastejé no dio los frutos esperados y sin inversión, el equipo se vino abajo. Era normal que los Tigres se mantuvieran a diez, quince juegos del primer lugar pero la “guerra civil” –los encuentros Tigres-Diablos- era otra cosa; esos juegos eran de garra, emoción y gritos destemplados. La única vez que el estadio se veía abarrotado y animado.
Aún así, pude ser testigo del bateo inteligente de J.J. Bellacetin, del crecimiento como jugador de Matías Carrillo, eterno aspirante a jugador de grandes ligas; el “churro” de Celerino Sánchez para sacar outs en la primera base; atrapadas increíbles del super ratón Zamudio, juegos completos de uno o dos hits de Alfredo El Zurdo Meza –cachanía también-; los pleitos de El Chito García con el Musulungo Herrera, un umpire negro, corpulento que creía en la santería; y desde luego, las ocurrencias que el público gritaba, desde el “¡ai va el agua de riñón!” hasta el “¡que batee El Pájaro!”, El Pájaro era el batboy, el grito surgía cuando Los Tigres dominados por el pitcheo rival, enfadaban a sus aficionados; los taquitos de canasta de tres por peso de debajo de la rampa y muchas noches de buen beisbol, otras de palizas a Los Tigres que luego, como se sabe, tuvieron que emigrar del DF.
De el lado de Los Diablos, vi a Ramón Arano, Enrique Romo, Fernando Villaescusa, Daniel Fernández, Kalimán Robles, el Abulón Hernández, Nelson Barrera, el Zurdo Ortíz y muchos otros grandes jugadores, rivales del Tigres que hicieron de la “guerra civil”, juegos reñidos como apasionados, eso que solo se puede percibir en el calor del estadio...y en la radio de la infancia, con la imaginación viva y la ingenuidad de la edad.
Todos los años esperábamos el juego de Los Cómicos contra Los Luchadores. Por una módica cantidad, antes del juego principal –Tigres-Diablos- podíamos ver a los cómicos mas populares de México jugar tres entradas. Ahí estaban Resortes, Vitola, el enano Santanón, Cepillín, Pomponio, Kíkaro y muchos otros que hacían sus monerías corriendo, bateando, haciendo trampas y provocando carcajadas en el público, especialmente los niños que eran legión y que en esa ocasión entraban gratis.

Sentado en las butacas azules de Los Tigres, nunca dejé de evocar las noches en San Ignacio con la oreja pegada a la radio, comiendo naranjas con chile y sal, mientras los adultos jugaban dominó y me preguntaban las incidencias del juego, que anotaba rigurosamente en la contraportada de la revista “Hit”, eso, solo si los “gringos” no se metían y el clima era benigno o al radio no se le iba “la onda” y no teníamos que mover la antena, porque ciertamente, la onda volvía cuando le daba la gana. Ya lo sabíamos.

sábado, 27 de septiembre de 2008

HACE MAS DE CUARENTA AÑOS; EL ROCK (A propósito de los cuarenta años del 2 de octubre de 1968)

Hace poco mas de 40 años,a finales de los sesentas, yo cursaba los últimos años de primaria; vivía en San Ignacio y me encantaba -me encanta- escuchar la radio. No había TV…ni luz eléctrica. La radio que escuchaba, eran las estaciones de Sonora y Sinaloa. El esquema era el de siempre: muchos anuncios con locutores ruidosos al grito de ¡Ofertooooón!, luego una cancioncita rítmica –“alegre”- en general, cumbias, música ranchera, tríos y baladas de cantantes de moda, en ocasiones, interrumpido por un noticiario.


El "rockanrol" mexicano estaba pasando de moda y aquellos dizque rockeros como Enrique Guzmán, César Costa, Alberto Vázquez, Manolo Muñoz o Angélica María, ahora solo cantaban baladitas melosas copiadas de la música popular italiana y norteamericana. Algunos grupos que conservaban –en el nombre- cierta reminiscencia del rockanrol -al menos el nombre en inglés- como los Fredys, Los Babys, los Jhonny Jets o Los Moonlight, habían dado un giro hacia la música romántica, sollozante y obvia. Al igual que los Apson, dejaron de copiar el rockanrol gringo para dedicarse a amenizar bailes y a grabar viejas canciones de tríos, boleritos guapachosos tocados con instrumentos modernos y ocurrencias de fugaz paso por las estaciones de radio como "La minifalda de Reynalda", "La mula bronca", o "Fuiste a Acapulco" que causaron furor en su momento.


La música ranchera que siempre ha rifado en esos lares eran los corridos de Antonio Aguilar y el recuerdo de Javier Solís; desde luego que José Alfredo y sus múltiples intérpretes estaban presentes, pero en el ambiente ranchero de San Ignacio, los incuestionables reyes eran los Alegres de Terán a quienes les hacían sombra los Broncos de Reynosa y los Gorriones de Topochico que tenían sus presentaciones estelares en el madrugador programa de Laboratorios Mayov.

Cuando llegaba la noche, las estaciones mexicanas de Sonora y Sinaloa desaparecían del cuadrante y si el tiempo era bueno, se podía escuchar la W de México donde escuchábamos "El Risámetro" o el programa del “Doctor IQ”; radionovelas como la de “El Ojo de Vidrio”. Mal muy mal de escuchaba la XEB “La B Grande de México” –se le iba y venía la onda- donde escuchábamos el béisbol de la Liga Mexicana a “la hora mágica del béisbol” -Mago Septién dixit- si el tiempo era bueno y la interferencia nos permitía algo de claridad.

Si nada de esto funcionaba, solo quedaban las estaciones de los Estados Unidos que se escuchaban nítidas, aun en las noches invernales ventosas del desierto. Casi sin anuncios comerciales, solo irrumpía de vez en cuando el locutor que aullaba como lobo o alguna aguardentosa voz que anunciaba a Chuck Berry, Beatles o Elvis –que apenas entendía o a lo mejor no- pero que tenía un sonido diferente a todo lo que se escuchaba en la radio en el norte de la Baja California Sur.

Era una estridencia bien marcada, acompasada por sonidos fuertes de bajos y percusiones, además de resonancias alargadas que se distorsionaban y daban una sensación de caos controlado; la voz del cantante no era especialmente virtuosa, incluso se perdía en los sonidos dominantes de la instrumentación. Me gustaba, simplemente me gustaba el tono festivo, los gritos destemplados y quizás, cierta sensación de diferencia, quizás de libertad. Obviamente no tenía idea de lo que la canción decía, ni quien cantaba y tocaba aquellas disonancias tan distintas a lo que se escuchaba en San Ignacio...y puntos circunvecinos.

Había otras estaciones. Recuerdo especialmente una que mencionaba frecuentemente a “Oklahoma” en su identificación. La música de esa radio era un poco diferente: poco mas lenta, los instrumentos eran mas numerosos y variados –trompetas, por ejemplo- pero además incluían invariablemente coros que hacían una especie de respuesta a la voz del cantante principal. También me gustaban, tampoco sabía porqué ni quien o quienes cantaban. Mucho tiempo después sabría que era la música de The Miracles, Marvin Gaye, Stevie Wonder, Diana Ross & The Supremes, The Jackson five, The Temptations, Martha and the Vandellas, The Velvelettes, The Spinners, Gladys Knight & the Pips, y muchísimos otros de los grandes de la grabadora Motown Sound.

Cuando entré a la secundaria, conocí amigos que tenían discos, uno de ellos, tenía a su vez un tío que compraba discos de los Beatles y estaba suscrito al “México Canta”, una revista semanal que informaba el Hit Parade, traía artículos escritos por Carlos Chimal y José Agustín, cartas del público que respondía el Vivi Hernández, cancionero, traducciones de algunas rolas, entrevistas. El “México Canta”, además de los artistas de éxito de la época –Manzanero, Roberto Jordán, Carlos Lico, etc.- traía información y fotos de Beatles, Rare Earth, Jefferson Airplane, Mammas and the Papas y muchos otros a los que ya identificaba con la música que escuchaba en la noche en San Ignacio. También tenía espacio el rock nacional como El Three Soul on My Mind y Xavier Bátiz


La colección de “México Canta” del Alfonso –el Tío del Koyso- empezó a formar parte de las lecturas obligadas en mi temprana juventud y de ahí a sintonizar las estaciones gringas nocturnas para identificar a los grupos y luego a la traducción de las canciones.
Un golpe tremendo en esa época fue la separación de los Beatles, no lo podíamos creer. Apenas estábamos masticando Let it Be y Lady Madona cuando por el “México Canta” nos llegaban las noticias de que Ringo, Paul, John y George no tocarían mas juntos por culpa de Yoko Ono; otros decían que, en realidad Paul había muerto y que era difícil sustituirlo y volvíamos a la portada de Abbey Road donde se decía estaban las claves de la desaparición de Paul y volvíamos a escuchar Come Together, something, Maxwell's Silver Hammer, Oh! Darling, Octopus's Garden en busca de las claves de la separación. Sabía –por Chimal- que Abbey Road (1969) fue el último disco de los Beatles, se puede decir que era una despedida. Aunque Let it be salió al mercado en 1970, pues se había grabado anteriormente, y fue retrasado debido a motivos comerciales y artísticos.


Para finales de los setentas, ya en plena secundaria, no encontré ningun prospecto de novia que le gustara el rock, a las chicas mas o menos progresistas -dizque alivianadas- les gustaba Leonardo Fabio, los Solitarios, y Raphael que empezaba a provocar tumultos y a invadir las estaciones de radio y cuando no, pues los rancheros y las cumbias de moda.

Por otro lado, en México estaban pasando cosas que nosotros, acá, en Baja California Sur, no sabíamos o no querían que supiéramos. Solo sabíamos que los Beatles habían desafiado a Jesucristo con su fama; que John y Yoko se habían tomado fotos desnudos; que en Vietnam había guerra; que los estudiantes en México andaban muy alborotados por culpa del comunismo internacional y que la policía andaba en busca de melenudos, fanáticos del rockanrol para meterlos al bote por marihuanos y porque estaban en contra del gobierno.
Díaz Ordaz les había dado una lección en 1968 y el PRI en pleno, apoyaba la mano dura del presidente a quien no le gustaban los melenudos –y que la vida lo habría de premiar con Alfredito, un hijo rockero- el vocero del presidente, Porfirio Muñoledo habría de pagar su justificación de la Masacre de Tlaltelolco con una larga -brillante- vida política con triste final en el PRD.


Finalmente llegó la realidad a Santa Rosalía. Algunos jóvenes que habían salido a cursar estudios universitarios a Guanajuato, Hermosillo, Guadalajara y México, empezaban a usar el pelo largo, ropa informal de mezclilla, largas patillas y a juntarse a escuchar rock y quizás a quemar yerba seca. Andaban de vacaciones en el mineral, cuando la policía, con el pretexto de una infracción de tránsito, arremetió contra ellos, los apresaron y el siguiente paso fue cortarles el pelo, a lo que –obviamente- se resistieron y se armó el pancho. Lo que parecía un conflicto entre los jóvenes, sus familias y la policía, se extendió al resto de la población que vio en el accionar policiaco un abuso de autoridad.


El episodio no hizo mas que reunir a muchas otras personas en contra del delegado municipal que había ordenado la represión, era evidente que el aspecto de los jóvenes y sus manera de comportarse irritaba a las autoridades (desde Díaz Ordaz hasta el mas insignificante alcalde).
Liderados por El Pirri Cota, el Chema Bravo, el Quirry Juárez y otros, las autoridades cedieron, aceptaron el mea culpa y los reos salieron de las mazmorras. Como festejo a las acciones y el buen final se improvisó un concierto de rock que reunió a mas palomilla de la que se esperaba ante la inquina y antipatía de las autoridades y fuerzas vivas de la comunidad que solo aceptaba como forma de diversión juvenil las “serenatas” de los jueves que reunía a la familia, parejitas amorosas que se lanzaban -a la menor provocación- a la pista de baile y al chamaquero a tomar limonadas en la nevería de Lito Cuevas y a meterle tostones a la sinfonola.

Cuando terminé la secundaria en Santa Rosalía, ingresé a la Prepa Morelos en La Paz y conocí amigos que escuchaban música de aquella de las estaciones nocturnas gringas de San Ignacio. El entorno era diferente porque la NT, la estación que dirigía Don Francisco King expedía música muy variada fuera de las cancioncitas de moda, cumbias guapachosas, bandas sinaloenses y música bronca de la contracosta. La NT no solo nos educó un poco el oído con música clásica y semiclásica, también nos enseñó a reconocer géneros musicales, pero sobretodo, por la noche a la hora de la maleconeada- emitía un programa de rock –“De Cabellos Largos”- ahí escuché a los durables y rítmicos Credence, el rock latino - tropical- de Santana, el regreso de Paul con los Wings, las melosas melodías de los Bee Gees –antes de que cantaran como Cepillín-, la voz potente de Joe Cocker, las rolitas de Simon y Grafunkel, a los camaleónicos Crosby, Still, Nash and Young o el duro guitarrazo de Hendrix y muchos mas que los morros maleconeros solicitaban a la estación, a quienes los hijos -o sobrinos- de Don Pancho King hacían esfuerzos por mantener actualizados.

En La Paz encontré compañeros que habían estado en Los Ángeles y San Diego que trajeron discos de Carol King, de Janis Joplin, de Cream (White Room) y otros que empezamos a escuchar con verdadera veneración y nos creíamos los mas adelantados de la comarca que, obviamente despreciábamos olímpicamente, la música popular de “cancioncitas que no sacan de ningún apuro”.

El “México Canta” había degenerado –ante las presiones del gobierno- y solo ofrecía información grupera, cantantes españoles, letras de canciones de moda; el gusto musical lo marcaba Raúl Velazco y las estaciones guapachosas de la contracosta, pero casi nada de rock. Finalmente "México Canta" desapareció.
Me encantaría decir que en la prepa leíamos la revista "Rolling Stone" pero solo sucedió una vez que el Alberto Vargas –un compañero de la prepa- que fue a San Diego y se trajo la revista –“hecha para caminar por el lado salvaje de la vida”- donde venían unos artículos sobre la guerra de Vietnam, una entrevista con Andy Warhol, otra con Dylan que empezaba a entrar en la leyenda; información acerca del nuevo disco de Jethro Tull –solo conocido por los muy avanzados- y muchos otros grupos que jamás habíamos escuchado.


La revista Rolling Stone y la inquietud juvenil nos revelaban que, además de las novias –afectas a las baladitas de moda- y la sudcalifornia de la “cortina de cholla”, había otras cosas en el mundo, entre ellas el festival de Woodstock; empezábamos a tratar de saber que pasó en el movimiento estudiantil de 1968, a leer a Carlos Fuentes, García Márquez, Cortázar y Vargas Llosa; a preguntarse acerca de la democracia con un partido único que siempre ganaba las elecciones.

En eso ocurrió el Festival de Avándaro que fue vapuleado por los medios de comunicación de la época y por la gente decente. Nadie sabía de donde habían salido tantas bandas de rock –con el pretexto de las carreras de autos- ni tantos espectadores que se pasaron una tarde y toda la noche de música y gritos de liberación en un país que todo se prohibía.


En adelante, la represión contra el rock y los conciertos fue mayor, igualmente contra los chavos que usaban pelo largo. El gobierno obligó a las disqueras a rechazar a la enorme cantidad de grupos –Dug Dugs, Peace and Love, Five Finger, Tinta Blanca, El Klan, Bandido, etc. Obligaron a cerrar los lugares donde se presentaban y muchos tuvieron que desaparecer. Solo el polvo de “Three soul in my mind” (El Tri de Lora) queda de aquellos lodos.

Comprenderíamos después, que tanto la explosión de Avándaro como la del Movimiento Estudiantil que terminó en la tragedia de Tlatelolco tres años antes, tenían la misma raíz: eran los jóvenes que estaban hartos, hartos de sus familias, de su país, de su gobierno, del partido eterno, de no poder vestir y arreglarse como se les pegara la gana, de musiquita con letras ñoñas, tontas y repetitivas. Del gobierno que trataba a los ciudadanos como hijos que premia y castiga y no como ciudadanos y a los jóvenes como a retrasados mentales condenados a seguir las modas de Televisa.


El rock formaba parte de esa búsqueda y de esas exigencias. Las razias se sucedían en todo el país, la policía en búsqueda de chavos con greña larga a quien tundir con toletes y meter al bote. Los conciertos de rock ni pensarlo, el gobierno le temía a cualquier concentración de jóvenes.

En la música de rock se acumulaba buena parte del descontento social y del hartazgo de los jóvenes contra el orden de cosas; el rock les caía mal a los “decentes”, a la derecha, a la iglesia, al PRI, a las clases acomodadas.
El rock no solo era música estridente con letras en inglés; era también otra forma de vestir y de cambios en el aspecto personal; otra forma de ver el mundo, mas amplia, mas profunda y cosmopolita; era un fenómeno m
undial que, pedía a gritos libertad y la incorporación de los jóvenes y sus ideas a la participación social.

Entre otros movimientos y fenómenos sociales, el rock empezó una recomposición del gobierno, la familia, el arte, la escuela, que finalmente, provocó el rompimiento de prohibiciones, que hoy, nuestros hijos consideran ridículas o piensan que exageramos para poder justificar esas fotografías que mis hijas exhiben a sus amigas –para carcajearse- de vez en cuando, donde su padre, flaco, enjuto; de jeans y zapatos de gamusa, camiseta hang ten, pelo largo, desordenado y lentes lenon, posa en su recámara de estudiante ante el poster

de Génesis y no se imaginan que ahí se encuentra –con pelo- el venerable Phil Collins, ese que ahora le pone música a una película sobre Tarzán y a "Tierra de Osos". En eso terminamos, después de todo, ha sido divertido.

viernes, 13 de junio de 2008

La Revolución en el norte de Baja California Sur

La Baja California Sur era un territorio ignoto -mucho mas que hoy- de tal manera que los grandes episodios históricos que han marcado a México, en estas tierras, apenas si se supo de ellos. La vida colonial transcurrió con el tiempo de las ordenes religiosas que fundaron los pueblos; el movimiento de Independencia apenas fue una noticia escueta; la reforma transcurrió sin sobresaltos o la revolución que convulsionó al país, aquí suscitó levantamientos aislados, como sucedió en el norte de Baja California Sur.



Algunos revolucionarios sonorenses, quizás operarios mineros, en 1913, llegaron de manera clandestina a San Ignacio con el fin de atacar la compañía francesa el Boleo producto de una concesión porfirista con grandes ventajas para dicha compañía. La sobreexplotación obrera era la tónica de la empresa minera, donde empezaron a aparecer proclamas revolucionarias que alertaron a la gerencia de El Boleo, mientras en San Ignacio, los revolucionarios sonorenses´convertían el pueblo en cuartel y ganaban adeptos en los vecinos de la región.


El Boleo que controlaba toda la vida política, económica y social de la región, se armó y contrató guardias, además que era apoyado por ejército y la policía local. Aumentaron la vigilancia en las costas y los caminos, cualquier desconocido era detenido, revisado e interrogado,. mientras que desde las costas de Sonora, por la zona de Bahía de los Ángeles, seguían llegando militantes sonorenses que formaban una guerrilla, después remanantes del ejército constitucionalista liderada por un tal Luis S. Hernández, formaron una tropa que llegó a 150 hombres donde militaban algunos anarquistas provenientes de las luchas mineras que iniciaron la Revolución Mexicana.


El Boleo -en su afán expansionista- había despojado a algunos rancheros de sus tierras, de tal manera que los revolucionarios utilizaron estas amenazas bolerianas para añadir vecinos al movimiento en San Ignacio. En principio, los combatientes fueron recibidos como salvadores y el pueblo se hacía cargo de su avituallamiento.


En octubre de 1913 se efectuó el primer ataque a Santa Rosalía, el resultado de la reyerta dejó 31 muertos y 2 heridos de parte de los rebeldes, 6 muertos y 3 heridos por parte de los soldados y un policía de la gendarmerìa local. Los rebeldes regresaron a San Ignacio a refugiarse, esperando que los obreros de Santa Rosalía efectuaran rebeliones mediante la guía de Manuel F. Montoya -contacto rebelde- pero este fue cañoneado desde un barco atracado en el puerto y muerto junto con Gaspar Vela el 27 de octubre, después las aprehensiones en Santa Rosalía estuvieron a la orden del día.


Mientras, en San Ignacio, en su afán de rehacerse, los rebeldes trataban de ganar mas adeptos a la causa y Luis S Hernández había viajado a Sonora con la promesa de regresar con 200 hombres que aseguraran la victoria sobre Santa Rosalía. Así, el movimiento en San Ignacio quedó a cargo de Pedro Altamirano, originario de ese pueblo. Los ataque se pospusieron una y otra vez; la espera de Hernández con personal y parque se alargó; una disputa por el liderazgo empeoró las cosas entre los rebeldes y durante la primera mitad de 1914 no pudieron organizar ninguna incursión a El Boleo.


Los pobladores de San Ignacio exasperados y molestos con los revolucionarios que nada hacían y había que mantenerlos, empezaron a recelar de sus "salvadores" que finalmente fueron repudiados por los ignacianos que no quisieron saber nada de ellos.


Mientras la compañía El Boleo, por mediación del embajador francés recibió mas ayuda del ejército federal y llegaron a armar hasta los dientes a cerca de 300 defensores del puerto y la empresa. Hernández nunca regresó; los combatientes desaparecieron cuando el pueblo finalmente les negó la ayuda y para junio de 1914 solo permanecía armado Pedro Altamirano y unos cuantos hombres vecinos de San Ignacio que podían ser aplastados fàcilmente por las tropas federales.


Sin embargo, los acontecimientos en el centro del país y el otro movimiento revolucionario que había iniciado Félix Ortega en el sur, hicieron que mediante un pacto con El Boleo, los rebeldes de San Ignacio depusieran las armas el 8 de agosto de 1914.

Un episodio desconocido, investigado y documentado por la maestra Edith González


Fuente:
(Seminario de Historia regional. Estudios de Historia Sudcaliforniana)

martes, 10 de junio de 2008

Los Pueblos de BCS

Casi todos los pueblos de la Baja California Sur son de origen jesuita y fundados en el siglo XVI y XVI, solo Santa Rosalía, fundado en el siglo XIX por franceses parece totalmente diferente al resto de comunidades sudcalifornianas. Vea si no:






Casas de madera con techo a dos aguas, de un pueblo obrero fundado con el objeto de extraer mineral de cobre. El otro, San Ignacio, un pueblo fundado a inicios del siglo XVII, con el objeto de establecer una misión al que acudieran los indios californios para ser evangelizados. Finalmente, el cobre se agotó en Santa Rosalía y la Compañía minera francesa "El Boleo", a principio de los años cincuenta se declaró en quiebra dejando desolación, desempleo y una gran cantidad de chatarra
A esto le siguió un enorme éxodo que diseminó rosalienses por toda la Baja California y Sonora. Aún así el pueblo se negó a morir y el gobierno hizo esfuerzos por mantener el trabajo de la minería mediante la extracción de cobre de los despojos franceses. La actividad duró unos cuantos años y Santa Rosalía vive hoy de la pesca del calamar que es abundante en el Golfo de California y de la buricracia puesto que es la cabecera del municipio de Mulegé.


Una gran diferencia con San Ignacio que parece eterno, quizás porque fue fundado con la idea de la "Ciudad de dios", que evoca, sin duda, la utopía agustina. Después de la expulsión de los jesuitas y de la secularización de posesiones de la iglesia y la extinción de los indios, San Ignacio pasó a ser un lugar de paso entre la sierra y la playa; entre las salinas y los campos pesqueros que los ignacianos fundarían en el Pacífico Norte. Ahora permanece como nuestro Macondo, silencioso, misterioso; con la belleza de un oasis, no solo para la sed y el hambre del cuerpo, también para la vista. Solo el viajero que llega desde el norte arenoso, ventoso y árido puede entender la gracia que significa un locus de agua fresca y palmera datilera, dulce y nutritiva.

Dos pueblos, uno que fue fundado para fenecer; otro que fue fundado para permanecer. Sin embargo, sus habitantes se aferran a la matria aunque esté en el final de la tierra.
Ambos requieren de fuentes de empleo, de mejores niveles de vida; ambos están plantados en este peñón con arena, cardones y chamizos llamada península por la topografía, pero que tanto por su pasado, su cultura y su sentimiento, bien sabemos que es una isla rodeada de agua por todas partes menos por una, que es desierto. Ocupada por hombres y mujeres con destino tan cierto como su voluntad rocosa.