¿Vas pal norte? era una pregunta que se hacían los sudcas cuando alguien llevaba algún cargamento, maleta o mochila, porque para ir al norte había que ir bien avituallado, cargado con lonche, tendidos y bastimento para varios días.
El camino no era exactamente el que habrían seguido los misioneros. Los jesuitas y luego los franciscanos perseguían la conversión de la indiada, sus trayectos buscaban colectivos nómadas; en cambio, los ciudadanos del naciente siglo XX, hacer circular un vehículo de combustión interna por la península de Baja California. Si bien existen reminiscencias de lo fue el sendero misional, una vez inventado el automóvil, democratizado y extendido su uso, fueron los norteamericanos aventureros de la antigua AAA (Asociación Americana del Automóvil), quienes en búsqueda de coyunturas entre la cordillera y el mar, fueron encontrando los pasajes más adecuados para que vehículos de motor pudieran transitar a lo largo la península. Hay quien piensa que El Chapo Galván, un mecánico de Santa Rosalía fue un factor decisivo en la apertura de ese camino que, una vez hecha la carretera transpeninsular, en general no varió demasiado el curso, en algunos segmentos se pueden ver las huellas del viejo camino real.
El norte de Baja California Sur dependía del puente marítimo de Guaymas-Santa Rosalía para surtir frutas, verduras y otros perecederos. Pequeños barcos, paquebotes, hacían los, a veces, intrépidos viajes. De la frontera, dependía para la introducción de latería, muebles, ropa, carros y todos los productos que se compraban en los USA; prendas nuevas y de segunda recalaban hacia los norteños del sur, de tal manera que el comercio hacia el norte –Tijuana, Ensenada- era muy fluido por un camino pedregoso, estrecho, donde solo podía pasar un “troque” a la vez, con muy pocas brechas rápidas y arenales extensos, con aspecto del talco pero que con agua de lluvia se convertían en verdaderos cenagales. De Santa Rosalía a Ensenada o Tijuana se hacían no menos de tres días. Cuando llovía y aparecía el Lago de Chapala –la mayor parte del año, seco- los atascos y desperfectos de los troques, dejaban en la indigencia al norte de Baja California Sur.
El medio que se usaba para ir al norte era el troque -el truck de la General Motors- un auto con redilas fabricado para cargar hasta 10 toneladas y que podía pasar por los angostos senderos de las cuestas en los que, a veces, las llantas apenas se ajustaban entre el paredón y el abismo. Las redilas bamboleaban, y crujían, el auto pujaba y amenazaba con apagarse mientras los bordes de los neumáticos despejaban pequeños guijarros que se perdían en el desfiladero. Eran vehículos de gasolina, sumamente austeros, con poderosos ejes y de trasmisiones con velocidades extras como el “campao” –compound- y el “chango” –change- que se requerían cuando cargados había que subir una empinada pendiente. Un auto de carga mas grande no cabría en esas estrecheces; uno más pequeño, no valdría la pena el viaje. El troque era el carro justo para este largo y sinuoso camino.
Los troqueros eran hombres recios cuyas desventuras en el camino las tomaban como parte del negocio, eran el precio de la audacia. No había “viaje al norte” sin al menos una ponchadura –que había que arreglar con parche de “El Camello” sobre la cámara- cuando no, las fugas de aceite, las roturas de muelles o del diferencial y hasta el motor partido por la mitad. Se sabían de todas - todas las fallas de sus armatostes y pasaban horas y horas debajo del troque hasta que, con un arreglo provisional, podían pasar a la siguiente ranchería. Eran reconocidos en los pueblos por donde pasaban, se les asignaba cierto halo de heroicidad y hasta galanura. No faltaba el troquero inquieto que dejaba en cada pueblo un amor y uno que otro retoño que de grande, afirmaría orgulloso, “mi papá es troquero”. No era cualquier cosa, eran personajes famosos en la región; eran los que surtían de alimentos y los materiales imprescindibles de esa zona del territorio, sin ellos, el mercado se caía y la escasez aparecía.
Había troqueros legendarios cuyas andanzas se contaban entre el pueblo y no pocos párvulos que escuchaban las pláticas de los mayores, querían, de grande, ser troqueros. Igualmente, los niños jugábamos con carritos que pasaban, en el patio de la casa, en la calle, las mismas peripecias que los choferes que iban al norte.
Las conversaciones de troqueros iban desde las contingencias posibles, digamos verosímiles, las creíbles con cierta dosis de ingenuidad hasta las mas locas ficciones dignas de febriles y alucinados escribidores.
“... cuando revisamos el carro, la banda estaba rota y no llevábamos refacción, no hallé mas que lanzarme el monte a buscar una mata de soyate, corté varias ramas y las trencé; medí la banda rota y formé un círculo con la trenza de soyate, la hice del mismo tamaño y la coloqué en lugar de la banda. Me persigné y encendí el carro, metí primera y el carro empezó a caminar, faltaban todavía unos 300 kilómetros para llegar a Ensenada. Pensé que se iba a tronar la improvisada banda, el carro iba bien cargado, pero no pasó nada, como si llevara una banda nueva. Así llegamos a Ensenada y aunque compré otra banda, le dejé la de soyate solo para ver cuánto aguantaba, fue en la carretera entre Ensenada y Tijuana que la banda reventó. Creo que se calentó porque le metí todo el acelerador en la carretera” –verdad o mentira- eso contaba un troquero. Cuando detectaba al escéptico que nunca falta, agregaba –pregúntenle a mi compadre… tal-
“No hay mejor muelle que la de datilillo”- decía otro y empezaba a contar la ocasión que yendo pal Norte: “un poco después de Las Vírgenes, al final de la brecha de El Mezquital, la carga se fue de lado y por poco nos volteamos, en cuanto sucedió, le dije a mi ayudante: “son las muelles que se rompieron y no fallé”. Mi ayudante, El Sony Boy – hijo de Juan Verdugo, estaba chavalito, eran sus primeros viajes al norte- nomás volteaba pa todos lados y yo, tranquilo, agarré monte armado de un machete ante el asombro de mi ayudante y al rato regresé con tres o cuatro trozos de datilillo verdón no muy maduro. Así cargados como íbamos, levantamos el carro y en el lugar de las muelles colocamos el datilillo. Mi ayudante se rió de la puntada y creyó que no iba a aguantar, así nos fuimos hasta Los Ángeles –el rancho del güero Betancourt- donde revisamos el arreglo, los palos de datilillo como si nada”, apenas terminaba la anécdota y no faltaba quien reviraba otra aun más increíble.
De ahí pasaban a las travesuras que se hacían cuando, ante un obstáculo en al camino, los troques y troqueros se acumulaban. Entre el “lonche” y cachivaches siempre había botellas de aguardiente, algún vinillo regional y otros “fuertecitos” que degustaban en la retaguardia mientras los de adelante trabajaban para destrabar el impedimento. Tales borracheras eran de antología y venían a aumentar la cantidad de anécdotas, además de contribuir a estrechar una especie de hermandad entre troqueros cuyos códigos de conducta en el camino, aun sin ser escritos, eran de todos conocidos. Había una nobleza auspiciada, sin duda, por la vulnerabilidad de hombre y máquina ante el cruel desierto, la dureza del terreno, la inmensidad de la intemperie.
De tal manera que la gente que viajaba al norte esperaba un viaje de 2 a 3 días, si bien les iba. Pero la mayoría de las veces no faltaban los imponderables y el viaje se podía prolongar hasta por 10 días según fuera el obstáculo: lluvia, desperfecto o incluso maniobras para pasar dos carros por el mismo camino y a la misma hora, cosa que no se podía como bien lo había descrito Newton en sus infalibles leyes. Por lo tanto, para viajar al norte había que cargar con tendidos – cobijas envuelta con una cuilta (el primitivo sleeping bag), maletas; un itacate con machaca y tortillas de harina, latas de leche, carne enlatada; agua, combustible y las “encomiendas” –que nunca faltaban- cajas de cartón que mandaba alguien a alguien –PMAC por muy amable conducto- con contenidos de lo mas variados.
Otro miembro de la fauna que surcaba aquellos caminos, eran los fayuqueros. Comerciantes andantes que usaban un auto un poco mas pequeño, camionetonas a las cuales le colocaban un altoparlante con el cual anunciaban las ofertas. Cobijas, trastos, juguetes, lámparas, blancos, pilas, focos, cortaúñas, destapadores, chucherías de todo tipo que vendían una vez apostados en una esquina, en una plaza. De gran oratoria, los fayuqueros convencían al más receloso y si no podían, la oferta se elevaba y del 2 x 1, que ante el comprador remolón se convertía en 3 x 1 y además agregaban “por el mismo precio” cualquier otro artículo hasta hacer irresistible el ofrecimiento.
Entre mitos, mentiras, medias verdades, mitotes y verdaderas hazañas, los troqueros y los fayuqueros surcaban aquellos caminos que sustituyó pero no borró del todo la carretera Transpeninsular.
En 1974, Echeverría en su cuarto informe de gobierno decía: "Esta vía de comunicación, que se extiende desde Tijuana hasta Cabo San Lucas, tiene una extensión de 1,708 kilómetros. Fue justificado anhelo de muchas generaciones de bajacalifornianos y constituye la obra de infraestructura fundamental para la península. El unir por un camino pavimentado, a las mas lejanas de las capitales de las Entidades Federativas con el resto de nuestro territorio, representan para nuestro país un paso definitivo en su integración".
En la actualidad, solo los aficionados del off road han mantenido vigente el viejo camino que surtía los productos necesarios a la península; hoy es un deporte, una diversión lo que en otro tiempo era, en la práctica, la savia que llenaba el pulso de lo que llamó -alguien que fatigó una y otra vez estos caminos- El Otro México, por recóndito y olvidado.
Muchos de los troqueros se jubilaron, el oficio ya no volvió a ser lo que fue; algunos, los más jóvenes siguieron viajando en la nueva carretera y la mayoría decía que ya no tenía chiste. Así era, el camino pavimentado, aunque largo y sinuoso, se democratizaba y cualquier bípedo con unos dedos de frente podría franquearlo en un auto común y corriente; no se requerían ya los hombres rudos, sabios del tiempo y sus vaivenes, excelentes mecánicos, famosos en la tribu. Con la carretera pavimentada, no solo terminó la función del troquero, nació otra era para los sudcalifornianos, otra forma de viajar al norte, con menos vituallas, con menos emociones y, sin lugar par la audacia.
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