Nuestros preferidos eran los Tigres –los fabulosos Tigres capitalinos- en buena parte porque ahí jugaban peloteros oriundos de Santa Rosalía, entre ellos Arturo Cacheaux a quien debo el nombre de Arturo. Cacheaux era un tremendo pitcher que rompía la liga local cuando yo nací. Una tía a quien le gustaba el lanzador, pujó fuertemente para que me colocaran ese nombre en la pila bautismal. Además jugaban Vicente Romo, Obed Plasencia –empezaba su carrera- y el zurdo Robles que se había casado con una cachanía. Éramos tigristas y escuchábamos embelesados los gritos destemplados de El Mago Septién exagerando las atrapadas del Pulpo Remes, las increíbles fildeadas de Manuel El Estrellita Ponce, los dobleplay fulgurantes del infield del millón de pesos, el bateo oportuno de Ricardo Garza, los tapones de El Bombero Enrique Castillo, las estrategias de ejedrecista de El Chito García o los juegos de 15 pochados de El grandote Peña y de El Huevo Romo. Desde luego Cacheaux era mi ídolo.
El Tigres del 65 campeonaron y aplastaron a Los Diablos, los acérrimos rivales. Emocionados por la excelente temporada, un grupo de niños enviamos cartas a las oficinas de El Tigres y nos respondieron con una gran fotografía de todo el equipo campeón, firmada por cada uno de ellos, además de un banderín; tesoros infantiles que guardé con celo y que por ahí deben andar perdidos en algún baúl.
Cuando tuve la oportunidad de ir a la ciudad de México a estudiar a la UNAM, después de ir a la Ciudad Universitaria, el siguiente sitio que visité fue el estadio del Seguro Social, el escenario de tantos juegos escuchados, tantas veces imaginado y soñado. Difícil explicar la sensación de estar en ese estadio, sobre todo para un sudcaliforniano que jamás había visto un campo de pelota con césped, mucho menos de noche. Hasta entonces comprendí porqué se le llama “el diamante”; la brillantez del alumbrado, la perfecta sincronía del campo, las líneas de cal pulcras , exactas y el graderío rojo -de los Diablos- de un lado y azul del otro; era algo alucinante, una de las experiencias mas bellas; una especie de deja vu anunciado, buscado, imaginado que alcanzó el clímax cuando vi a El Mago Septién entrar a la cabina de trasmisión junto con Enrique Kerlegand, el anotador oficial y un Toño de Valdéz casi adolescente que hacía sus pininos.
Cuando tuve la oportunidad de ir a la ciudad de México a estudiar a la UNAM, después de ir a la Ciudad Universitaria, el siguiente sitio que visité fue el estadio del Seguro Social, el escenario de tantos juegos escuchados, tantas veces imaginado y soñado. Difícil explicar la sensación de estar en ese estadio, sobre todo para un sudcaliforniano que jamás había visto un campo de pelota con césped, mucho menos de noche. Hasta entonces comprendí porqué se le llama “el diamante”; la brillantez del alumbrado, la perfecta sincronía del campo, las líneas de cal pulcras , exactas y el graderío rojo -de los Diablos- de un lado y azul del otro; era algo alucinante, una de las experiencias mas bellas; una especie de deja vu anunciado, buscado, imaginado que alcanzó el clímax cuando vi a El Mago Septién entrar a la cabina de trasmisión junto con Enrique Kerlegand, el anotador oficial y un Toño de Valdéz casi adolescente que hacía sus pininos.
Por fortuna, una vez establecido en la ciudad, me tocó vivir bastante cerca del estadio y fueron muchas tardes que de regreso de la escuela, llegué al estadio, con mochila y todo, muy temprano a esperar sentado en sol general -3 pesos- a que iniciara el juego, a “la hora mágica del beisbol”. Mientras hacía tareas, pasaba apuntes o me echaba un sueñito reparador, los jugadores calentaban, platicaban entre ellos, los trabajadores del estadio arreglaban el campo, los umpires hacían calistenia y esperaba el play ball que tantas veces escuché en la radio.
Entrados los setentas, fue una mala época para los Tigres. La academia de beisbol de Pastejé no dio los frutos esperados y sin inversión, el equipo se vino abajo. Era normal que los Tigres se mantuvieran a diez, quince juegos del primer lugar pero la “guerra civil” –los encuentros Tigres-Diablos- era otra cosa; esos juegos eran de garra, emoción y gritos destemplados. La única vez que el estadio se veía abarrotado y animado.
Aún así, pude ser testigo del bateo inteligente de J.J. Bellacetin, del crecimiento como jugador de Matías Carrillo, eterno aspirante a jugador de grandes ligas; el “churro” de Celerino Sánchez para sacar outs en la primera base; atrapadas increíbles del super ratón Zamudio, juegos completos de uno o dos hits de Alfredo El Zurdo Meza –cachanía también-; los pleitos de El Chito García con el Musulungo Herrera, un umpire negro, corpulento que creía en la santería; y desde luego, las ocurrencias que el público gritaba, desde el “¡ai va el agua de riñón!” hasta el “¡que batee El Pájaro!”, El Pájaro era el batboy, el grito surgía cuando Los Tigres dominados por el pitcheo rival, enfadaban a sus aficionados; los taquitos de canasta de tres por peso de debajo de la rampa y muchas noches de buen beisbol, otras de palizas a Los Tigres que luego, como se sabe, tuvieron que emigrar del DF.
De el lado de Los Diablos, vi a Ramón Arano, Enrique Romo, Fernando Villaescusa, Daniel Fernández, Kalimán Robles, el Abulón Hernández, Nelson Barrera, el Zurdo Ortíz y muchos otros grandes jugadores, rivales del Tigres que hicieron de la “guerra civil”, juegos reñidos como apasionados, eso que solo se puede percibir en el calor del estadio...y en la radio de la infancia, con la imaginación viva y la ingenuidad de la edad.
Todos los años esperábamos el juego de Los Cómicos contra Los Luchadores. Por una módica cantidad, antes del juego principal –Tigres-Diablos- podíamos ver a los cómicos mas populares de México jugar tres entradas. Ahí estaban Resortes, Vitola, el enano Santanón, Cepillín, Pomponio, Kíkaro y muchos otros que hacían sus monerías corriendo, bateando, haciendo trampas y provocando carcajadas en el público, especialmente los niños que eran legión y que en esa ocasión entraban gratis.
Entrados los setentas, fue una mala época para los Tigres. La academia de beisbol de Pastejé no dio los frutos esperados y sin inversión, el equipo se vino abajo. Era normal que los Tigres se mantuvieran a diez, quince juegos del primer lugar pero la “guerra civil” –los encuentros Tigres-Diablos- era otra cosa; esos juegos eran de garra, emoción y gritos destemplados. La única vez que el estadio se veía abarrotado y animado.
Aún así, pude ser testigo del bateo inteligente de J.J. Bellacetin, del crecimiento como jugador de Matías Carrillo, eterno aspirante a jugador de grandes ligas; el “churro” de Celerino Sánchez para sacar outs en la primera base; atrapadas increíbles del super ratón Zamudio, juegos completos de uno o dos hits de Alfredo El Zurdo Meza –cachanía también-; los pleitos de El Chito García con el Musulungo Herrera, un umpire negro, corpulento que creía en la santería; y desde luego, las ocurrencias que el público gritaba, desde el “¡ai va el agua de riñón!” hasta el “¡que batee El Pájaro!”, El Pájaro era el batboy, el grito surgía cuando Los Tigres dominados por el pitcheo rival, enfadaban a sus aficionados; los taquitos de canasta de tres por peso de debajo de la rampa y muchas noches de buen beisbol, otras de palizas a Los Tigres que luego, como se sabe, tuvieron que emigrar del DF.
De el lado de Los Diablos, vi a Ramón Arano, Enrique Romo, Fernando Villaescusa, Daniel Fernández, Kalimán Robles, el Abulón Hernández, Nelson Barrera, el Zurdo Ortíz y muchos otros grandes jugadores, rivales del Tigres que hicieron de la “guerra civil”, juegos reñidos como apasionados, eso que solo se puede percibir en el calor del estadio...y en la radio de la infancia, con la imaginación viva y la ingenuidad de la edad.
Todos los años esperábamos el juego de Los Cómicos contra Los Luchadores. Por una módica cantidad, antes del juego principal –Tigres-Diablos- podíamos ver a los cómicos mas populares de México jugar tres entradas. Ahí estaban Resortes, Vitola, el enano Santanón, Cepillín, Pomponio, Kíkaro y muchos otros que hacían sus monerías corriendo, bateando, haciendo trampas y provocando carcajadas en el público, especialmente los niños que eran legión y que en esa ocasión entraban gratis.
Sentado en las butacas azules de Los Tigres, nunca dejé de evocar las noches en San Ignacio con la oreja pegada a la radio, comiendo naranjas con chile y sal, mientras los adultos jugaban dominó y me preguntaban las incidencias del juego, que anotaba rigurosamente en la contraportada de la revista “Hit”, eso, solo si los “gringos” no se metían y el clima era benigno o al radio no se le iba “la onda” y no teníamos que mover la antena, porque ciertamente, la onda volvía cuando le daba la gana. Ya lo sabíamos.
2 comentarios:
Buena reseña, para los tigristas de corazon
Qué buena reseña de la época romántica del beisbol Mexicano. Déjame decirte que el Musulungo Herrera antes de ser umpire fue un gran cátcher, primero de los charros de Jalisco y luego de los Broncos de Reynosa. En la época de los 60´s yo también nací al beisbol, recuerdo peloterazos como Andrés Ayón de los Pericos del Puebla, George Prescott y Angekl School de los petroleros de Poza Rica, Winston Llenas ny el Musulungo con los Charros, Jim Horsford de los Broncos, Héctor Espino con los Sultanes, los Camacho, Ronnie y Moi de los pericos, Pilo Gaspar con el águila. De tus tigres como no recordadar a Gregorio Luque a Nicolás García a Héctor Barnetche a Jesús el zurdo Robles, el bombero Castillo, todos ellos odiados en su tiempo pero adorados hoy en día. Evidentemente yo era diablo, tan diablo como el que más, si me acuerdo de tus tigres imagínate de mis diablos. No cabe duda que recordar es vivir. Por cierto, yo dejé de asistir al parque de beisbol a raiz de la huelga de los peloteros de la Anabe, hace más de 30 años que asisti por última vez al deslumbrante parque del Seguro Social. Al Foro Sol nunca he ido y no creo ir a menos que le devuelvan a la pelota el peso que le quitaron.
Muchas gracias de nuevo por tu hermosa reseña.
Con respeto y admiración
Alberto Valdés
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