jueves, 26 de febrero de 2009

EL 14 DE FEBRERO

Bien podría llamarse “Día de la fruslería y la frivolidad”, quizás no hay otro día del año donde los sentimientos mas light alcanzan tal liviandad que de no ser por la atroz y pertinaz acción de la gravedad, sus celebradores(as) y oficiantes (as), bien podrían hacerse polvo un 14 de febrero o elevarse a los cielos, gráciles, sutiles, ligeros, detrás de un globo rosa en forma de corazón.

Ni la navidad alcanza tales niveles de banalidad, habida cuenta que además del consabido ataque al bolsillo y la fiebre consumista que alcanza ambas celebraciones, el 14 de febrero ni tiene la tradición navideña, ni las vacaciones, ni motivos religiosos, mucho menos aguinaldos. El 14 de febrero es mas bien una fecha impostada, de invención reciente, evidentemente estimulada por los comerciantes –vendedores de peluche, chácharas y chuchulucos- y resaltada por los medios de comunicación nacionales que creen a pie juntillas en el mercado libre y también en el monopolio.

Un día en el que se resume toda esa “filosofía” light que sale de las profundas páginas de Paulo Coelho, de Cuauhtémoc Sánchez o y de esas series de libracos con títulos aun mas ñoños como “caldo de pollo para el alma”y lecciones obvias de moral axiomática.

El día de las frases célebres que citan invariablemente a Víctor Hugo –aunque nunca han abierto Los Miserables-; a Oscar Wilde pero nunca visitaron El Retrato de Dorian Gray; a Borges que se revuelca en su tumba cada vez que lanzan un poema light del que lo culpan y que, pulula con fruición por correos electrónicos, pero ni siquieran se han solazado con "El poema de los dones" o "La Biblioteca de Babel". Con lo amargoso que era el viejo. A García Márquez que también, la cultura light lo ha elevado a surtidor de consejos y que, hace tiempo renunció a defenderse de tales infundios, seguramente tiene poca vida y cosas más importantes que hacer.

Un día especial para las psicólogas de programa de TV para mujeres –con perdón de las mujeres- que desprecian las neurociencias y creen que la psicología es para dar “buenos” consejos y apapachar a los deprimidos con palabras de aliento y estímulos rosas. Para acabarla, como si los paceños no tuviéramos suficiente con los canales de Televisa y de TV Azteca, la radio local –en la Colina del Sol, frente a las playas del Mar Bermejo- nos receta un programita matutino almibarado titulado "Que dicen ellas" donde la ñoñería burbujea al compás del lenguaje más elemental (esto y lotro, hasdecuenta, asíasí y no se que), el lugar común en todo su esplendor; la simpleza sale a relucir ante la falta de sustancia, de lecturas; espuma, mucha espuma; esencia, casi nada.

Tanta liviandad, tan borboteantes emociones hacen ver el amor como una caricatura y no como forma de huir de la angustia de la separatividad, según Fromm ; como elemento biológico: neurotransmisores que producen tensiones químicas, caldos hormonales y receptores dispuestos desde la piel hasta el sistema límbico; feromonas feroces, obnubiladoras de conciencia en busca del centro del amor. Vimos, otro año –otro más- la ñoñería de el amor como sentimiento “bonito”, de mariposas en el “estómago y de cancioncitas “románticas”, pero no se les ocurre jamás tratar de entender el fenómeno mediante los aspectos psicobiológicos de la sexualidad o la discusión de la exclusividad del amor erótico; la evolución del amor mamífero y la civilidad contra la biología en la asignación de pareja; o la invención del amor galante como búsqueda de la libertad, junto con la igualdad, la fraternidad en los tiempos de la guillotina; el amor en los tiempos del cólera y de la romántica tuberculosis del siglo XIX; el amor después de la píldora anticonceptiva, el hippismo, el amor libre; el existencialismo y demás ismos que se llevaron entre las patas -of course- el amor...y la amistad.

Aunque no a todos interese, seguro es que todos estamos influidos o, al menos nos hemos involucrado con el amor. Limitar el amor a las telenovelas de Televisa o peor aún, de TV Azteca –entre la vulgaridad de “los abonos chiquitos” o “el vuelo del águila”- es limitarlo al manoseo de las estrellitas de moda entre el muchacho y la muchacha bonita; a una historia manida y recurrente que ya sabemos en que termina. En ese terreno habría que atender a la ínclita Corín Tellado para no ir tras su paso como un penitente.

El asunto es celebrar como obligación y como autosatisfacción; celebrar a falta de arte -El Arte de Amar-, de conocimiento, de búsqueda, de inquietud, de discusión, de curiosidad acerca de la intimidad de un sentimiento poderoso, arrollador, apasionado –nunca mejor dicho- . Las sociedades light prefieren lanzar el amor al exterior sin misterio, desnudo; desprovisto de enigmas, de toda profundidad; como cancioncita de Juan Gabriel, del Buki en donde “te quiero mucho” se repite ad nauseum y cumplen la orfandad de Nerudas, de Machados o de Sabines o si se quiere de Sabina o de Serrat.

Este día, invariablemente sale a relucir lo “bonito”-lo hermoso, lo bello, oh la la- del amor y aquel, aquella que no me ha saludado en todo el año, de pronto encuentro que me ama y como prueba me entrega un caramelo adornado con cintas rosas, malvaviscos de colores blandos y livianos -ad hoc- envueltos en celofán o un corazón de chocolate. Mañana volverá a voltearme la jeta, como si no me conociera porque resulta que le caigo gordo por amargado, por Grinch por pertenecer al club de Scrooge, porque sabe perfectamente que me parece ridícula su celebración. Pero ese día hace alarde de su paciencia y procura ejercer como amorosa y hasta me perdona la bilis negra, mi resentimiento con la vida.

Me da el chocolate y se aleja levitando debajo de su globo de helio, de corazón rojo, bonachón, sanguíneo... y juro que vi cuando se elevó, de tan light.

jueves, 19 de febrero de 2009

EL BEISBOL, LA RADIO

Otra de las delicias de la radio de mi infancia era el beisbol de la Liga Mexicana. A las 19.30 –“la hora mágica del beisbol”- sintonizábamos la radio pero a medida que avanzaba la noche, la radio perdía claridad y entraban los gringos. Lo peor era cuando la radio fallaba en situación crítica, por ejemplo: “con hombre en primera, hombre en tercera, dos outs, con cuenta llena, empatados en la novena entrada…..” luego entraba el ruido que crecía en intensidad y la voz del mago Septién se perdía mientras cada vez más clara llegaba la voz de un locutor gringo. Ya sabíamos que no había nada que hacer pero movíamos la antena para todos lados desesperados, la espera a que regresara “la onda” era un suplicio. Si bien nos iba, al menos nos enterábamos del final del juego.
Nuestros preferidos eran los Tigres –los fabulosos Tigres capitalinos- en buena parte porque ahí jugaban peloteros oriundos de Santa Rosalía, entre ellos Arturo Cacheaux a quien debo el nombre de Arturo. Cacheaux era un tremendo pitcher que rompía la liga local cuando yo nací. Una tía a quien le gustaba el lanzador, pujó fuertemente para que me colocaran ese nombre en la pila bautismal. Además jugaban Vicente Romo, Obed Plasencia –empezaba su carrera- y el zurdo Robles que se había casado con una cachanía. Éramos tigristas y escuchábamos embelesados los gritos destemplados de El Mago Septién exagerando las atrapadas del Pulpo Remes, las increíbles fildeadas de Manuel El Estrellita Ponce, los dobleplay fulgurantes del infield del millón de pesos, el bateo oportuno de Ricardo Garza, los tapones de El Bombero Enrique Castillo, las estrategias de ejedrecista de El Chito García o los juegos de 15 pochados de El grandote Peña y de El Huevo Romo. Desde luego Cacheaux era mi ídolo.


El Tigres del 65 campeonaron y aplastaron a Los Diablos, los acérrimos rivales. Emocionados por la excelente temporada, un grupo de niños enviamos cartas a las oficinas de El Tigres y nos respondieron con una gran fotografía de todo el equipo campeón, firmada por cada uno de ellos, además de un banderín; tesoros infantiles que guardé con celo y que por ahí deben andar perdidos en algún baúl.
Cuando tuve la oportunidad de ir a la ciudad de México a estudiar a la UNAM, después de ir a la Ciudad Universitaria, el siguiente sitio que visité fue el estadio del Seguro Social, el escenario de tantos juegos escuchados, tantas veces imaginado y soñado. Difícil explicar la sensación de estar en ese estadio, sobre todo para un sudcaliforniano que jamás había visto un campo de pelota con césped, mucho menos de noche. Hasta entonces comprendí porqué se le llama “el diamante”; la brillantez del alumbrado, la perfecta sincronía del campo, las líneas de cal pulcras , exactas y el graderío rojo -de los Diablos- de un lado y azul del otro; era algo alucinante, una de las experiencias mas bellas; una especie de deja vu anunciado, buscado, imaginado que alcanzó el clímax cuando vi a El Mago Septién entrar a la cabina de trasmisión junto con Enrique Kerlegand, el anotador oficial y un Toño de Valdéz casi adolescente que hacía sus pininos.

Por fortuna, una vez establecido en la ciudad, me tocó vivir bastante cerca del estadio y fueron muchas tardes que de regreso de la escuela, llegué al estadio, con mochila y todo, muy temprano a esperar sentado en sol general -3 pesos- a que iniciara el juego, a “la hora mágica del beisbol”. Mientras hacía tareas, pasaba apuntes o me echaba un sueñito reparador, los jugadores calentaban, platicaban entre ellos, los trabajadores del estadio arreglaban el campo, los umpires hacían calistenia y esperaba el play ball que tantas veces escuché en la radio.
Entrados los setentas, fue una mala época para los Tigres. La academia de beisbol de Pastejé no dio los frutos esperados y sin inversión, el equipo se vino abajo. Era normal que los Tigres se mantuvieran a diez, quince juegos del primer lugar pero la “guerra civil” –los encuentros Tigres-Diablos- era otra cosa; esos juegos eran de garra, emoción y gritos destemplados. La única vez que el estadio se veía abarrotado y animado.
Aún así, pude ser testigo del bateo inteligente de J.J. Bellacetin, del crecimiento como jugador de Matías Carrillo, eterno aspirante a jugador de grandes ligas; el “churro” de Celerino Sánchez para sacar outs en la primera base; atrapadas increíbles del super ratón Zamudio, juegos completos de uno o dos hits de Alfredo El Zurdo Meza –cachanía también-; los pleitos de El Chito García con el Musulungo Herrera, un umpire negro, corpulento que creía en la santería; y desde luego, las ocurrencias que el público gritaba, desde el “¡ai va el agua de riñón!” hasta el “¡que batee El Pájaro!”, El Pájaro era el batboy, el grito surgía cuando Los Tigres dominados por el pitcheo rival, enfadaban a sus aficionados; los taquitos de canasta de tres por peso de debajo de la rampa y muchas noches de buen beisbol, otras de palizas a Los Tigres que luego, como se sabe, tuvieron que emigrar del DF.
De el lado de Los Diablos, vi a Ramón Arano, Enrique Romo, Fernando Villaescusa, Daniel Fernández, Kalimán Robles, el Abulón Hernández, Nelson Barrera, el Zurdo Ortíz y muchos otros grandes jugadores, rivales del Tigres que hicieron de la “guerra civil”, juegos reñidos como apasionados, eso que solo se puede percibir en el calor del estadio...y en la radio de la infancia, con la imaginación viva y la ingenuidad de la edad.
Todos los años esperábamos el juego de Los Cómicos contra Los Luchadores. Por una módica cantidad, antes del juego principal –Tigres-Diablos- podíamos ver a los cómicos mas populares de México jugar tres entradas. Ahí estaban Resortes, Vitola, el enano Santanón, Cepillín, Pomponio, Kíkaro y muchos otros que hacían sus monerías corriendo, bateando, haciendo trampas y provocando carcajadas en el público, especialmente los niños que eran legión y que en esa ocasión entraban gratis.

Sentado en las butacas azules de Los Tigres, nunca dejé de evocar las noches en San Ignacio con la oreja pegada a la radio, comiendo naranjas con chile y sal, mientras los adultos jugaban dominó y me preguntaban las incidencias del juego, que anotaba rigurosamente en la contraportada de la revista “Hit”, eso, solo si los “gringos” no se metían y el clima era benigno o al radio no se le iba “la onda” y no teníamos que mover la antena, porque ciertamente, la onda volvía cuando le daba la gana. Ya lo sabíamos.

viernes, 6 de febrero de 2009

Hombre Delgado al Garete

Entre las novedades editoriales que este blog ha recibido, se cuenta el libro de cuentos “Hombre delgado al garete”, escrito por Juan Melgar que salió a la luz a finales del año pasado. Ganador del Premio Estatal de Cuento 2007”, muestra nueve cuentos, uno de los cuales le da título al libro.
Escritor sudcaliforniano, conocido en el ancho público por sus incursiones en periódicos y revistas de toda catadura; sus crónicas de Los 7 pilares -la cantina mas guarra y dicharachera de este iluso puerto- han merecido ya, la antología y el reconocimiento del culto –escaso pero muy exclusivo- mundo de las letras.
Este volumen parece desprovisto de los personajes con los que el lector asiduo identifica a Juan Melgar: El Parara, La Doñita, El Juntabotes, o el joven universitario de El Calandrio, con los que arremete la crítica social, habla de la gente, cuenta mentiras, se queja del gobierno, pontifica, filosofa y hasta da consejos a través de una garigoleada y sabrosa prolijidad sudca. Aunque cuando se le hinca el diente a “Hombre delgado al garete”, en algunos de los cuentos hace una misteriosa y fantasmagórica aparición una especie de chamán yaqui, que recuerda al viejo sabio sonorense del pensamiento profundo y palabra breve que recala con frecuencia en “Los 7 pilares”-
En “Hombre delgado al garete” se puede constatar el depurado estilo de Juan Melgar. Apantalla por el ritmo aplicado sobre una prosa aseada, sin artificios de escritor culto. El prodigio surge aparentemente sin esfuerzo; se comprueba así que la eficacia está en la sencillez, algo que el lector agradece sin despegar los ojos del relato.
La temática es de lo mas variada, sin embargo, los hechos, los personajes se mueven en dos constantes, la Baja California y el mar, dos pasiones, dos amores con los que Melgar va desde el realismo histórico a la ficción jocosa; la emoción del suspenso al drama de la muerte solitaria. Aun así, los cuentos de “Hombre delgado al garete” ocupan múltiples y diferentes universos: el cosmopolita aventurero español de insólita profesión de cuenta-cuentos, encontrado en un bombardeo en Panamá; el aventón de un barco ballenero a un indio yaqui por la costa de California; la épica batalla del Cerro Amarillo donde los muleginos defendieron con garbo y patriotismo del bueno los pendones nacionales; la historia de un náufrago que salió de Santa Rosalía y fue rescatado casi sin vida solo para acometer tremenda aventura por el Golfo de California; un peculiar Robinson que llega a Cabo San Lucas; la muerte de un científico del siglo de las luces en los pedregales californios; un pingüino que un día, así como así, arribó hambriento a un pueblo de pescadores del Pacífico Norte y la armó en grande.
Aunque el lector sudcaliforniano encontrará imágenes, expresiones y lugares familiares, la espléndida prosa de Melgar, sin duda, mantiene el tono del escritor universal y los merecimientos para conmover y maravillar mas allá del charco, mas allá de “la cortina de cholla.
Así sea.